Cuando Jehová humilló a los profetas de Baal en el monte Carmelo, me di cuenta de que él estaba a mi lado.
Me sentí fuerte.
Pero, poco después, estaba corriendo para poder salvarme, huyendo de Jezabel.
Me sentía como un niño asustado, y no como un profeta del Dios Altísimo.
Le dije a Jehová que me quitara la vida.
Pero Jehová me cuidó.
Me cuidó como lo había hecho antes tantas veces, y después me confirmó que no estaba solo.
Nunca lo estuve.
Todavía quedaban cosas por hacer.
Tenía que enfrentarme a mis enemigos de nuevo, pero, durante toda mi vida, Jehová me enseñó a esperar pacientemente a que él actúe.